sábado, 21 de abril de 2007

las cosas que pasan.

M. Genovese mantiene pulsado durante largo rato el botón del telefonillo. Dos minutos después, llego al hall del edificio con unos vaqueros sobre los pantalones del pijama (es temprano y Genovese me ha sacado de la cama). El anciano habla con un deje milanés extremadamente cerrado en dirección al bebé de los vecinos del primero. El pequeño ser humano con forma de bola de mantequilla observa al anciano con tranquilidad, mientras su niñera peruana se esfuerza por que su sonrisa no pierda rigidez. Mientras hace cosquillas al pie izquierdo del bebé con la mano derecha, Genovese me acerca con la mano izquierda un paquete envuelto en papel kraft. Sin darme tiempo a agradecerle nada, comienza a darnos instrucciones referidas a cómo hacer para subir el carrito hasta el primer piso. Por más que insisto, el viejo se empeña en cargar él con el carro y dejarme a mí la tarea de sostener la puerta. Sube los escalones resoplando y tambaleándose de un lado al otro de la escalera. La niñera abre bien grandes los ojos y se lleva las manos al crucifijo de plata que lleva colgado del cuello.

M. Genovese lo ha conseguido. El carrito con el bebé descansa estático en el rellano del primer piso. Yo también lo he conseguido; cierro la puerta y, después de despedirnos de la señora y del bebé -de nuevo cosquillas-, Genovese y yo subimos las escaleras. 'He visto al cartero llegar y no he consentido que dejase el paquete sobre el buzón. Hay gente que pasa las mañanas de portal en portal viendo si encuentra algo de valor entre la correspondencia. ¿Sabía usted esto, joven?'. Ya ve usted qué cosas...

Espera a que suba el primer tramo de escaleras para abrir la puerta de su casa y entrar en ella. Deja las llaves sobre el taquillón de la entrada sin preocuparse de echar el cerrojo. Siempre ha confiado en la intimidad de su hogar.

Del armario de la habitación de invitados extrae una percha en la que descansan varias prendas. Extendido el conjunto sobre la cama, se desnuda y comienza a endosarse con parsimonia las nuevas vestimentas: Un pequeño pantalón corto a la altura de la rodilla que no consigue cerrar alrededor de su cintura, una camisa blanca amarillenta de mangas cortas que ha perdido un par de botones (primero y tercero empezando desde arriba), en el pecho bordadas con hilo negro las inciales 'G. G.', una pequeña gorra de fieltro marrón y un par de zapatos de charol sin rastro de brillo.

Vuelve a acercarse al armario y recoge un cesto de mimbre y una manta celeste. Abandona la habitación de invitados.

Deposita el cesto en una esquina del salón de la casa. Dispone en su interior la manta con sumo cuidado, de manera que ésta forma un tierno cuenco en el interior del canasto. Genovese da dos pasos hacia atrás y observa la composición de ambos objetos.

'Bien... Ricardo. ¡Ricardo¡ ¡Juguemos al escondite! Verás... Yo corro a esconderme y hasta que yo no diga '¡ya!' tú no te mueves de ahí. Luego tienes que buscarme... Si me encuentras lo habrás hecho muy bien y luego te daré de comer'.

El canasto sigue en su posición original.

'Vamos, no te hagas el remolón que empezamos...'.

Genovese corre sonriendo a lo largo del pasillo, entra en el que fuese dormitorio de su madre y se mete nerviosamente debajo de la cama.

'¡YA!... ¡Vamos!, vamos, gatito... a ver si das conmigo'.

El viejo aprieta los labios para sofocar su risa y patalea nerviosamente procurando no hacer ruido.

Seguro que Ricardo acaba dando con él. Siempre lo hace. A lo largo de los últimos setenta y dos años, nunca ha fallado. ¡Ni una sola vez! Es un animal tremendamente inteligente.