miércoles, 7 de noviembre de 2007

La trucha más bonita que haya visto en mi vida.

Sentado en el borde de la cama, Raymond Carver se obliga a respirar lenta y suavemente. Intenta aflojar el nudo en el estómago con el que se ha levantado. No ha dormido mal, pero se siente desorientado, intranquilo y nervioso. A pesar del esfuerzo que está haciendo por relajarse, su espalda está tensa y sus piernas ligeramente agarrotadas. Con la mirada fija, perdida, en la mesita de noche, se pasa la mano mecánicamente sobre los labios secos -tabaco, alcohol e invierno tienen la culpa- hasta que un sabor a sangre en su boca lo saca del trance. Tocándose con la lengua, comprueba que se ha abierto una pequeña grieta en su labio superior. Se pone en pie y se dirige al cuarto de baño.

Corta un cuadradito de papel higiénico atento a seguir la línea discontinua de corte, y de este trozo de papel recorta un nuevo cuadradito mucho más pequeño que se aplica con cuidado sobre la herida del labio. Tira el papel sobrante al retrete, baja la tapa y allí se sienta. Piensa que si se mirase al espejo se vería despeinado, con la cara hinchada por la resaca y con su gruesa boca torcida interrumpida ridículamente por un minúsculo pedacito de papel higiénico ensangrentado. Bosteza. Deja caer la cabeza sobre su pecho y mira la alfombra de baño bajo sus pies: está apulgarada y parece áspera a la vista. También mira las uñas de sus pies, sus tobillos huesudos, sus blandos gemelos y sus muslos gordos y velludos. Se quita el calzoncillo a rayas y la vieja camiseta de propaganda que viste y sale del baño.

Raymond Carver recorre desnudo el pasillo de vuelta a su dormitorio. Rebusca en los bolsillos de la bata que cuelga tras la puerta de la habitación y encuentra en ellos un kleenex arrugado y un billete de metro, también arrugado. ¿Un billete de metro en el bolsillo de una bata de noche? La combinación de estos dos elementos le parece tan grotesca y absurda que le provoca un ligerísimo escalofrío. Vuelve a sentarse en el borde de la cama, el lugar donde comenzó esta historia, ahora desnudo y con un kleenex y un billete de metro en las manos.

Fija la vista en la bata que cuelga detrás de la puerta: El picotazo de la percha en el cuello, los hombros que cuelgan hacia abajo, el color gris endurecido por la oscuridad: ‘No es una bata, sino el cadáver de una bata’.

Vuelve a mirar hacia la mesita de noche y ve un vaso ancho en el que dos pequeños hielos casi derretidos flotan en whisky aguado junto a dos colillas. Si acaba de despertar, ¿qué hacen esos dos hielos ahí? Por un momento, piensa en apurar los restos del vaso. De nuevo gira la vista hacia la bata intentando olvidar semejante idea.

Ahora se sorprende al ver abrirse un ojo acuoso donde podría estar el omóplato izquierdo de alguien que llevase la bata puesta. El gris de la bata comienza a brillar hasta desvelar un manto uniforme de escamas. En el costado derecho comienza a abrirse y cerrarse rítmicamente un hermoso pliegue húmedo, rojo intenso en su interior.

‘Mi bata es la trucha más bonita que haya visto en mi vida’. Piensa Raymond Carver.

Balbuciendo y moviendo la boca a duras penas debido al daño que le hace la percha clavada en su hocico, la trucha dice: ‘¡Raymond! ¡Corres peligro! Tienes que huir antes de que esta ciudad acabe contigo. Huye de aquí. Olvídate de todas tus cosas, no hay tiempo para hacer maletas. Agarra bien fuerte el ticket de metro que te he dado, métete en la línea roja y no te bajes del tren hasta que te haya llevado lo más lejos que pueda. ¡No te bajes por nada del mundo! ¡Lo más lejos que pueda, recuerda! Incluso cuando la megafonía avise de que el metro ha llegado a la última estación, tú quédate bien quietecito. Tú vas mucho más lejos: ¡Tú necesitas huir! No dudes en forcejear con el revisor si éste intenta sacarte del metro a tirones. Sé valiente y no tengas miedo. Lo último que tienes que hacer es tener miedo. Porque yo te estaré esperando al final de tu trayecto y desde entonces estarás a salvo. ¡Ahora corre! No te entretengas más. Coge el ticket de metro y corre todo lo que puedas. ¡Sal de esta ciudad!’.

Raymond Carver se siente feliz y aliviado. Alguien se preocupa verdaderamente por él y ya no hay nada que temer. Sólo le queda una pequeña duda: ‘¿Y con el kleenex qué hago?’. Sonriente se deja caer hacia atrás hasta quedar tumbado en la cama. Sueña con ríos en los que niños cazan enormes peces con las manos.