lunes, 23 de abril de 2007

Lavar y centrifugar

Hace demasiado tiempo, la suerte me es esquiva.

Sin el menor atisbo de cambio, mis días se consumen entre facturas, faxes y teléfonos. Las ocho de la mañana, desde siempre, arqueo hacia abajo las comisuras de mis labios en señal de tímida e inofensiva protesta. A continuación, ya erecta en cuerpo pero aun más corvada en alma, quemo varias decenas de etapas automáticas, penitente hacia la tortura diaria. Cariño, ¿quieres mermelada en tu tostada? No, ya sabes que estoy a régimen. Qué rara estás últimamente. Dirás fondona. Estás muy bien todavía, salvando...¿Qué? El trabajo te está consumiendo. Lo sé. Déjalo. No puedo. Acabará con nosotros..

Vivo al final de una larga avenida de esta ciudad, sombría a todas horas, y por demás estridente. El olor corrupto de cada apéndice metálico me arrastra junto a mil balbuceos bulliciosos que antes fueron personas, como yo. Fluimos por el asfalto, grises y serenos, porque la agonía ya se sabe agonía de antes, por eso camina serena y segura de sí misma, cada día más gris. La cabalgata del desazón y el hastío nos desliza avenida arriba, y algunos chiquillos a la caza del semáforo verde parpadeante portan enormes sonrisas que son acalladas rápidamente por un taxista de terrible aspecto y con voz a juego. ¡Joder que no véis que está en rojo ya! Un día como éste, yo dejé de sonreír.

Llego al trabajo. ¡Buenos días! Las miradas de soslayo, desprecio, o peor aún, indiferencia, se suceden a la mayor parte de los saludos. Ave Morituri, Mortuus Te Salutant. Clientes entregados a una furia olímpica me llaman para darse de baja, o simplemente calentarme la cabeza con cualquier problema producto, muchas veces, de su propia negligencia. Pero si el técnico tenía cita para las tres. Él no sabía que usted saldría, tenía cita a las tres y a las tres acudió. Sí, ya sé que hemos incumplido el compromiso. Sí, por supuesto que esta empresa correrá con los gastos derivados del retraso. Perdone, de verdad...

Ha llegado un punto en que cada vez que escucho mi nombre, mi corazón cría nuevas vetas de desidia, que mi mente extrae a pecho abierto como enredadera. Sudando desidia, mascullando desidia, cada día mudo mi piel por papel, y por él respiro la desidia que me rodea y alimenta. Este mes, dos millones, Alberto. No, no he podido ir a la reunión, estaba ahora en otra. Por la tarde voy...Tengo tu informe. No, no está actualizado con los inventarios. Te los tendré cuando pueda. Sí, conozco lo delicado de la situación de la compañía...

Hay una vieja máquina de café en la primera planta. Solitaria por costumbre, asiste a veces a tediosísimas conversaciones entre lenguas viperinas, comerciales cínicos y embusteros, oficinistas cuatrojos y limpiadoras cotillas. Aún así, constituye el último resquicio de humanidad en este inmundo edificio.

Sobre las ocho de la tarde, un sopor tremendo me invade, y sé que pronto voy a salir de aquí, pero no por ello me cambia la cara. Mi gesto cansado advierte los muchos años de sufrimiento y de tristeza acumulados. Creía que para morir de pena tenían que mandar a tu marido a la guerra, y que no volviera, pero yo estoy cerca de ser pionera en lo contrario. Al menos, ostentaría una distinción, aunque dudosa...

Mañana no vendré, Alberto. Sí, pero creo que...Alberto, es que te quería comentar una cosa. ¡Déjame hablar! Lo dejo. No, no lo he pensado bien, pero es definitivo. Si lo pensara, al final no lo haría. Cállate. Hasta nunca...

Diablos, qué buen día hace. Claro, es primavera, hasta las nueve no anochece. Un paseíto es lo suyo. ¿Qué será de Diego? Hace tanto que no sé de él...¡Cuánto tiempo! ¿Estás en casa? Voy para allá. Ahora te cuento. No tío, estoy de puta madre. Andando. Pues tardaré un rato, pero voy por el parque, y se está increíble aquí. Pues ya compraré un abrigo por el camino.

Intentaré llegar...mañana.