sábado, 13 de febrero de 2010

Cerves y patos.

Se llama Curro. Extraño nombre para un señor holandés que ya dejó atrás los respetables sesenta años, pensaréis. ¡Esperad! ¡Sí, allá va! Con gesto solemne toma el vaso de cerveza templada que descansa sobre la barra del Beer Museum y se lo lleva a los labios. Deja que el líquido se vierta con lentitud bajo su lengua, acumula un largo trago en su boca y lo saborea durante no menos de cinco segundos como quien se enjuaga con colutorio bucal. Se deja acariciar el interior de las mejillas, a derecha e izquierda, pasea el líquido por el espacio entre sus dientes delanteros y sus labios una vez y luego otra, lo desliza suavemente hacia su garganta y lo ingiere con la sentida actitud con la que se le da una buena calada a un cigarro. Mira al frente fijamente mientras se rehace en el amargo sabor de la cerveza de trigo y devuelve el vaso a la madera.

Se llama Curro y ahora mismo está pensando que no se necesita más que esto para que la vida merezca la pena. Sus chapetas coloradas son el mejor testimonio de ello.

Cuando termina con el vaso, paga las siete cervezas que ha tomado y aquella a la que invitó a su amigo Aldo (ése sí que tiene un nombre mucho más holandés), se pone su abrigo, los guantes, se despide de algunos conocidos y sale del bar regocijándose en la ligera torpeza de sus pasos y la burbuja de ebriedad en su cabeza que algodona sus pensamientos.

En la calle hace un frío de mil demonios, pero Curro necesitaría que se lo dijesen para darse cuenta. El cielo gris de febrero baña todo Alkmaar con una luz que más que dar parece sustraer color a las cosas, volviéndolas planas y restándoles materialidad. Ligeramente inclinado por la borrachera, Curro camina con lentitud de vuelta a casa.

Un fuerte chapoteo a su lado le hace mirar al canal y allí ve un inmenso cisne blanco que aletea contra el agua con toda su elegante envergadura. El animal despliega sus enormes alas al tiempo que yergue su interminable cuello al cielo alzándose del agua como si luchase por romper sus vínculos con lo terrenal y elevarse a Las Alturas. Curro no puede más que admirar semejante prodigio de bestia, ofreciéndole una sonrisa bobalicona a la que el cisne responde con una mirada de desconfianza antes de alejarse dándole la espalda. Sintiéndose rechazado, Curro intenta maldecir todo lo bello sobre la tierra, pero su sensibilidad –que la tiene y no es poca- no se lo permite. Suspira entre dientes, levanta una nube de polvo al lanzar un pequeño puntapié a la nieve y prosigue su marcha.

En el preciso momento en el que el sabor salado de una lágrima le sorprende al deslizarse entre la comisura de sus labios, un graznido saca a Curro de su ensimismamiento. ‘¡Cuack, cuack!’. Meciéndose graciosamente a los lados, un pato nada a lo largo del canal sonriendo a una y otra orilla. Una oleada de entusiasmo infantiloide sacude a Curro, que no duda en seguir al pato a paso ligero una vez que el animal pasa frente a él. El pato surca tontamente las aguas desplegando a sus lados dos leves ondas en forma de V. Curro camina torpemente dejando sobre la nieve el rastro de sus pisadas.

Poco a poco, el pato curva su trayectoria hasta alcanzar la orilla opuesta a Curro, sale del agua con un pequeño salto y se dirige a un solar donde descansan al menos una docena de sus congéneres. Curro aligera su marcha hasta el siguiente puente, cruza al otro lado y va en dirección al solar.

Se adentra en él, pisando los escombros escondidos bajo el manto nevado. Sonríe con los ojos a los patos que le rodean. Algunos lo miran un instante para luego volver a lo suyo, los más ni siquiera eso. Ninguno de los patos se mueve, pareciendo aceptar al visitante.

Curro se sienta con cuidado entre los patos. El frío helado cala sus pantalones y la sensación le hace relajarse aún más. De su abrigo saca una cajetilla de tabaco, se enciende un cigarro y por un momento piensa en aplastar un camel en su puño y ofrecérselo desmigajado a uno de los patos a su lado. No lo hace porque sabe que los patos no suelen comer tabaco, pero si fuesen un poco más humanos, de buena gana los invitaría a una cerveza. Vaya que sí…

martes, 2 de febrero de 2010

Greguerías de los no encontrados

Perro, perro, perro negro,
de sonrisa ametrallada
y babeo de lamentos,
¡¿quieres callarte!?
Se huele la sangre
en tus fauces insaciables.

De ti nada quiero.


Llovían vasijas de cobre,
¡llovían!
del carrito del triste buhonero.
¡Que alguien las coja,
que ruedan y ruedan!

Ahí va una -y la cogí-.
Con esto podemos comer.

Al buhonero pregunté,
pero no quiso saber nada.


Extasiado por su belleza
al roble me acerqué,
pidiendo amparo.
¡Tú, frondosa criatura!
El roble agitó sus ramas
y una bellota y un cuervo muerto
cayeron con estrépito a mis pies.

Torpemente se marchó,
balbuciendo sus miserias.


Llovían también zafiros
y redondas obsidianas,
del toldo blanco chorreaban.
Catorce niños se acercaron
y abrieron sus bocas.

¡Con esto podemos comer!
Y sonreían mientras tragaban.

Un joyero se asomó por su ventana.
Yo le pregunté,
pero no quiso saber nada.


Cuatro precandidatos
discutían sobre un estrado,
postulándose para morir,
postulándose para matar.

El primero besó a un erizo
que por allí hacía su penitencia.
El segundo chasqueó los nudillos
y defecó sobre aquél.
El tercero disparó en la nuca
a su propio jefe de campaña.
El cuarto me tiró un caramelo y sonrió.

¡Asco me das!

De ti nada quiero.


Había patatas viejas,
con bulbos nacientes
y la piel arrugada
y la piel ennegrecida
tiradas al fondo del callejón.

Había muchas patatas y yo cogí dos.

Pregunté al frutero de la esquina,
pero no quiso saber nada.

Había patatas nuevas,
lisas y bien redondas,
y la piel amarillita
y la piel brillante y bonita
en un enorme y limpio cajón.


Niño convertido en pedrería
de zafiros y obsidianas
consiguió alcanzar la autovía
y huyó a una ciudad lejana,
mas dos malhechores
le asaltaron en un desvío.

¡Con esto podemos comer!
Y devoraron hasta el último cristal.

Niño convertido en pedrería
de zafiros y obsidianas
no pudo seguir viviendo.
Su alma se licuó en llanto
sobre un meado de perro.

En el asfalto permaneció
inmóvil y mohíno,
y al tercer día se evaporó.


Una canción crepitaba
en rinconcillos vírgenes
de mi cabeza cándida.
Corrí a casa y la escribí.

En mi casa vivía un crítico,
en mi nevera vivía,
rodeado de fruta y verdura,
rodeado de filetes,
rodeado de yogures.

Le pregunté su opinión,
pero no quiso saber nada.

Lo saqué de la nevera
y lo metí en la despensa.
Le miré de mala gana.

¡Asco me das!