viernes, 31 de diciembre de 2010

Informe Anual



no digas: prudencia y hiphop
di: falta de inspiración
cuando no canto yo
canta un robot

vivir en permanente
estado de transición
algo así: como amor
pero no encontrar ni dolor

te pongo unas campanas
y parece navidad
te pongo un scratch
¿y parece entonces rap?

todo sigue pareciendo lo que es
sigo bailando no me ven
canto entre dientes y no oyen
menos mal

porque si me preguntan
tendré que decir la verdad
que esto es un informe
un informe anual

y si te preguntan di
que ni bien ni mal
then-see-oh
then-see-ah

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Otra de patos.

A ver, ‘Infierno de cobardes’. Si la ha visto, seguro que recordará la primera escena: Clint Eastwood atraviesa la calle principal -la única calle, realmente- del típico pueblo perdido de la mano de dios y desacostumbrado a los forasteros. Desacostumbrado a todo género de sorpresas, vaya. Lo hace sobre un caballo pardo, cabalgando con lentitud. A medida que avanza, la poca población de aquel pueblucho olvidado se asoma al umbral de sus casas observando el paso del jinete a lo largo de su calle. La gente lo mira con extrañeza. También con desconfianza, ¿vale? Todos se preguntan qué leches está haciendo ese tipo ahí, en aquel pueblo. ¡Pero atento! No se puede hablar de curiosidad. En la situación, en todo el conjunto de la situación, se advierte que la llegada inesperada del jinete está rodeada de algo que no merece la pena intentar comprender. Hay quien le sostiene la mirada desafiantemente. ‘Ojo con lo que hayas venido a hacer a nuestro pueblo, forastero’. Se ponen en guardia ante la premonición, intentando defender lo que son. Pero en el aire se siente que la visita va a tener una trascendencia, y que no queda más que esperar y aceptar. No se sabe qué clase de trascendencia tendrá la visita, pero desde luego, cuando el desconocido entra en escena, todos saben que su aparición no concluirá cuando éste cruce el pueblo de extremo a extremo y se pierda en la lejanía. Algo cambiará. Aunque sea un algo imperceptible. Y me abstengo de entrar en detalles, porque tampoco quiero reventarle el final de la película si es que no la conoce. La cosa es que la aparición anuncia un cambio. Quizá pequeño, eso no se sabe aún. Pero será un cambio profundo, no cabe duda. Profundo seguro que sí.

Pues bien, ahora hágase una idea. Le estoy hablando de un lugar en el que nunca pasa nada. O por lo menos, nada fuera de lo normal… considerando las rarezas de cada uno de los habituales parte de ‘lo normal’, ¿me explico? Un sitio tranquilo. Aún existen y no son pocos, créalo. Un lugar que puede llegar a emocionar por la ausencia de sobresaltos. Suspendido en una rutina pactada a la que puedes dar la espalda sin temor a que se te abalance por la espalda. Un sitio que ni crece, ni mengua, ni envejece, ni mucho menos rejuvenece. El mismo escenario y las mismas caras, o todo lo más, los nuevos hijos de las mismas caras. A ver, tampoco hace falta que me ponga poético, ¿no? Ya sabe por dónde voy… Pues allí estamos. Los de siempre, donde siempre, cuando siempre. Todo como siempre. Y de buenas a primeras, un hombre sentado en la plaza gira la cabeza y siguiendo su mirada, allí aparece: Ese pato blanco, pequeño, torpe y de expresión estúpida caminando a lo largo de la calle principal de nuestro lugar.

Ya le dije antes que esta historia tiene su parte de estúpida. Eso no se lo discuto. No pretendo que la encuentre interesante. Se la cuento porque, aunque el relato en sí pueda parecer una imbecilidad, si ahora mismo estoy yo aquí contándosela a usted, es porque tuvo su trascendencia. ¿Me dirá que no?

Déjeme seguir y no se haga preguntas inútiles. Es más, déjeme acabar. No intente darle demasiadas vueltas a lo que le estoy contando. No pretendo marearle. No entre a desmenuzar detalles sin importancia, ni intente encontrar aquí más de lo que de verdad hay. Y haber hay bien poco... Escúcheme. No le pido otra cosa.

Podría usted entretenerse en buscar explicaciones y hablarme de la migración de las aves, de animales perdidos del grupo e incluso de mascotas abandonadas en gasolineras si le viene en gana. Hábleme de cómo la casualidad mueve todo desde que el mundo es mundo y luego si quiere explíqueme que una casualidad no es más que una multitud de causales aparentemente inconexos convergiendo en un mismo punto, y que por lo tanto una casualidad no es más que una aparente casualidad. ¿Qué importaría todo eso? Yo le digo que en aquel lugar no se había visto un pato jamás. Créalo. Así de sencillo. No es que los tuviésemos prohibidos o que nos hubiésemos parado a analizar nuestra existencia para llegar a la conclusión de que la ausencia de patos en nuestro lugar constituyese parte de nuestra esencia o una razón de ser. Simplemente, aquel pato no debería haber estado ahí. Nada más.

En mitad de nuestra bien amada tranquilidad irrumpió un factor no sólo inesperado, sino completamente desubicado y fuera de lugar. El aspecto tonto y estúpido de aquel pato, carente de cualquier atisbo de majestuosidad o elegancia, volvía más grosera su aparición. Era tan inconveniente que aquel pato estuviese allí que incluso se veía despojado de lo que de gracioso y simpático pudiese tener. El bamboleo de su trasero, la torpeza de su trote, su girar la cabeza a un lado y al otro como saludando a los que nos encontrábamos estupefactos a ambos lados de la calle. Todo ello transmitía por inoportuno una siniestra arrogancia a pesar de lo inocente e inofensivo del animal.

El pato caminó por mitad de la calle principal y un grupo de hombres que fumaban en una esquina interrumpió su conversación al verlo pasar. Una mujer que tendía la ropa de su bebé recién lavada quedó paralizada en el momento exacto de cerrar una pinza sobre el cordel. Tras una ventana, una chica miró como si lo hiciese a través de una pantalla de cine, como si su realidad acabase al contacto con el cristal y desde allí comenzase entonces una escena distinta a la suya. Unos niños que allí jugaban recogieron guijarros del suelo y tensaron sus músculos haciendo piña al paso del pato. Se ponían en guardia como los pistoleros frente al forastero, advirtiendo de que si llegase a ser necesario utilizarían la fuerza para no ser arrastrados por el absurdo. Un gato aprovechó el momento de distracción para beber agua del vaso de su dueño. Una pareja se miró de reojo a una misma vez. El desconcierto recorrió el lugar de extremo a extremo, al mismo ritmo con el que el pato recorrió nuestra calle principal. Un señor situado en la línea que seguía el pato se hizo a un lado respetuosamente, abriéndole el paso y evitando entorpecerle la marcha. Y en el momento en el que el ave alcanzó el final del camino, todos sostuvimos la respiración un instante aguardando a ver si el pato de verdad abandonaría el pueblo o se detendría allí, permaneciendo en nuestro lugar como bandera de la locura, obligándonos a convivir con él, a cruzárnoslos cada mañana para recordarnos nada más comenzado el día que ya no éramos los mismos. El pato nos daría los buenos días con un graznido desentonado y con un escalofrío sentiríamos que aquella normalidad que un día pactamos y dimos por buena y segura no volverá jamás. La anomalía la corrompió y lo que es anómalo nunca podrá ser normal, de manera que nosotros nos veríamos avocados a vivir por siempre en una situación abierta al desorden. La absurda marcha del pato a lo largo de nuestro lugar simbolizaría entonces el funeral de lo establecido, de lo aparentemente sólido y fiable, de toda certeza.

Pero el pato continuó su marcha. Abandonó nuestro lugar y lo vimos alejarse dejándonos con el miedo en el cuerpo a que en cualquier momento se diese la vuelta arrepentido y lo viésemos regresar con nosotros para pedirnos un asilo que nunca podríamos evitar darle.

Ese temor fue apaciguándose en los días posteriores. Poco a poco, lo cotidiano volvió a tomar las riendas de nuestra existencia con su promesa de que todos estaríamos a salvo bajo su protección. Nos olvidamos de aquel episodio, o quisimos olvidarnos, refugiándonos en la idea de que lo ocurrido no había tenido importancia. Entre nosotros nunca hablamos de aquello, ¿sabe? No sé a ciencia cierta si el resto de la gente allí le da a la anécdota la importancia que le doy yo, pero aquí me tiene hablándole de un pato como si se tratase de Jesucristo. Mire, mejor que lo dejemos aquí. Le dije que no quería marearlo y ya he faltado demasiado a mi palabra. Al fin y al cabo, sólo se trataba de un pato y dios sabe dónde andará el jodido a estas alturas. Con perdón… Si quisiese volver, seguro que lo tendría bien complicado. Seguro seguro, ¿que no?

sábado, 4 de septiembre de 2010

El rito.

Una vez, dos veces, tres veces. Ese conejo no sabe que estoy aquí. El viento en contra, los ruidos son confusos, el Sol más alto, el calor aturde. Sabe que algo diferente ocurre. Sobre las señales lo sabe.

...

Me regalaron una brillante e inoxidable navaja suiza. La blandía con orgullo frente al vientre hinchado. La piel se abría, sin esfuerzo, como el plástico de las bandejas de carne. Luego la desnudez, la vergüenza bajo el vestido. Un corte más y la inmundicia escapa del escondite. Cavidad oculta por fea, por maloliente. Un tirón y vuelve al suelo. Pureza. Placer, orgullo, muerte. Esto nadie me lo enseñó. A veces, las más, se me olvida.

martes, 22 de junio de 2010

RF descubre el centro del mundo.

Roger Federer friega los cacharros de cocina después de un copioso almuerzo.

Últimamente, cada vez con más frecuencia, se salta el estricto orden de comidas que le dicta su dietista. Lo hace con placer y sin pizca de remordimiento, no os creáis. Hoy, Roger Federer se ha comido medio paquete de patatas lays campesinas, cuatro espárragos untados en mayonesa, dos rebanadas de pan integral, un par de trozos de queso especiado, un enorme filete de ternera pasado vuelta y vuelta por la sartén, un cuenco de fresas troceadas en yogur natural y dos copas de un Valdepeñas que le obsequiaron en su último paso por Madrid.

Con el estómago lleno y la tranquilidad de encontrarse solo en casa (este fin de semana Mirka se ha llevado a los bebés a casa de los abuelos), Roger Federer se afana relajadamente delante del fregadero. Desde el salón le llega el sonido de la repetición grabada del partido entre Andy Murray y Andy Roddick en las semifinales del pasado Wimbledon. Mientras friega, escucha el golpeo rítmico de la pelota, las interjecciones de esfuerzo de los dos tenistas y el aplauso intermitente del público. Roger Federer imagina que los sonidos del partido corresponden a la esmerada tarea de enjabonar y enjuagar platos y cubiertos. Se concentra en eliminar todo resto de aceite de la sartén y el público le anima con ovaciones salpicadas.

Roger Federer vuelve al salón después de haber secado y ordenado vajilla y cubertería. En la pantalla, los dos Andys siguen a lo suyo.

Sobre un trofeo menor colocado junto al televisor, Roger Federer descubre una pequeña avispa. Acuclillado, con la nariz a un palmo del insecto, la observa durante unos segundos. Se halla tan quieto –el insecto- que cualquiera pensaría que ha vivido toda su vida posado sobre el trofeo. Se halla tan quieto –Roger Federer- que cualquiera pensaría que toda su vida soñó con ser una avispa congelada sobre un trozo de metal.

Roger Federer se alza muy despacio, la avispa sigue sin moverse lo más mínimo. Sale del salón y vuelve con una servilleta en la mano. Despliega el trapo sobre la avispa con la solemnidad con la que se cubre con un manto algo valioso y delicado. Sale al patio de su casa y con cuidado libera al insecto, que inicia un veloz vuelo en diagonal elevándose hacia lo alto. La avispa escapa de la vista de Roger Federer que es cegado durante un instante por la luz del sol.

jueves, 3 de junio de 2010

grandes citas.

Nunca te darás cuenta de lo que tienes hasta que lo pierdas, o hasta que comprendas que nunca lo tuviste.

La juventud nunca se pierde. La juventud nunca llega. Sólo serás un niño con barba.

- Papá, ¿podré llegar a madurar algún día?, ¿llegar a ser como tú?
- Vete a la mierda.

No sé si tengo hambre o me estoy cagando.

Estarás más triste cuando se hallan acabado los motivos para estarlo.

¡Barrabás!

-¿Y a tí qué te gusta?
- A mí me gusta el huevo frito con patatas.

lunes, 26 de abril de 2010

Parque

Ahora sueño poemas,
aunque nunca escribí uno.
Miro el río y la hierba,
escucho las hojas y los pájaros.

Los perros corren mojados,
el ciclista usa una mascarilla,
ese hombre calvo disfruta del paseo
y la embarazada parece que no tanto.

Pero estos árboles y esta hierba,
este río y estos pájaros,
están plantados
y encauzados
y controlados.

Sólo las niñas que corren no lo saben.
Alegres y sonrientes huyen de sus madres,
que se asustan de que caigan al agua
y se den cuenta también,
de que todo es de mentira.

sábado, 13 de febrero de 2010

Cerves y patos.

Se llama Curro. Extraño nombre para un señor holandés que ya dejó atrás los respetables sesenta años, pensaréis. ¡Esperad! ¡Sí, allá va! Con gesto solemne toma el vaso de cerveza templada que descansa sobre la barra del Beer Museum y se lo lleva a los labios. Deja que el líquido se vierta con lentitud bajo su lengua, acumula un largo trago en su boca y lo saborea durante no menos de cinco segundos como quien se enjuaga con colutorio bucal. Se deja acariciar el interior de las mejillas, a derecha e izquierda, pasea el líquido por el espacio entre sus dientes delanteros y sus labios una vez y luego otra, lo desliza suavemente hacia su garganta y lo ingiere con la sentida actitud con la que se le da una buena calada a un cigarro. Mira al frente fijamente mientras se rehace en el amargo sabor de la cerveza de trigo y devuelve el vaso a la madera.

Se llama Curro y ahora mismo está pensando que no se necesita más que esto para que la vida merezca la pena. Sus chapetas coloradas son el mejor testimonio de ello.

Cuando termina con el vaso, paga las siete cervezas que ha tomado y aquella a la que invitó a su amigo Aldo (ése sí que tiene un nombre mucho más holandés), se pone su abrigo, los guantes, se despide de algunos conocidos y sale del bar regocijándose en la ligera torpeza de sus pasos y la burbuja de ebriedad en su cabeza que algodona sus pensamientos.

En la calle hace un frío de mil demonios, pero Curro necesitaría que se lo dijesen para darse cuenta. El cielo gris de febrero baña todo Alkmaar con una luz que más que dar parece sustraer color a las cosas, volviéndolas planas y restándoles materialidad. Ligeramente inclinado por la borrachera, Curro camina con lentitud de vuelta a casa.

Un fuerte chapoteo a su lado le hace mirar al canal y allí ve un inmenso cisne blanco que aletea contra el agua con toda su elegante envergadura. El animal despliega sus enormes alas al tiempo que yergue su interminable cuello al cielo alzándose del agua como si luchase por romper sus vínculos con lo terrenal y elevarse a Las Alturas. Curro no puede más que admirar semejante prodigio de bestia, ofreciéndole una sonrisa bobalicona a la que el cisne responde con una mirada de desconfianza antes de alejarse dándole la espalda. Sintiéndose rechazado, Curro intenta maldecir todo lo bello sobre la tierra, pero su sensibilidad –que la tiene y no es poca- no se lo permite. Suspira entre dientes, levanta una nube de polvo al lanzar un pequeño puntapié a la nieve y prosigue su marcha.

En el preciso momento en el que el sabor salado de una lágrima le sorprende al deslizarse entre la comisura de sus labios, un graznido saca a Curro de su ensimismamiento. ‘¡Cuack, cuack!’. Meciéndose graciosamente a los lados, un pato nada a lo largo del canal sonriendo a una y otra orilla. Una oleada de entusiasmo infantiloide sacude a Curro, que no duda en seguir al pato a paso ligero una vez que el animal pasa frente a él. El pato surca tontamente las aguas desplegando a sus lados dos leves ondas en forma de V. Curro camina torpemente dejando sobre la nieve el rastro de sus pisadas.

Poco a poco, el pato curva su trayectoria hasta alcanzar la orilla opuesta a Curro, sale del agua con un pequeño salto y se dirige a un solar donde descansan al menos una docena de sus congéneres. Curro aligera su marcha hasta el siguiente puente, cruza al otro lado y va en dirección al solar.

Se adentra en él, pisando los escombros escondidos bajo el manto nevado. Sonríe con los ojos a los patos que le rodean. Algunos lo miran un instante para luego volver a lo suyo, los más ni siquiera eso. Ninguno de los patos se mueve, pareciendo aceptar al visitante.

Curro se sienta con cuidado entre los patos. El frío helado cala sus pantalones y la sensación le hace relajarse aún más. De su abrigo saca una cajetilla de tabaco, se enciende un cigarro y por un momento piensa en aplastar un camel en su puño y ofrecérselo desmigajado a uno de los patos a su lado. No lo hace porque sabe que los patos no suelen comer tabaco, pero si fuesen un poco más humanos, de buena gana los invitaría a una cerveza. Vaya que sí…

martes, 2 de febrero de 2010

Greguerías de los no encontrados

Perro, perro, perro negro,
de sonrisa ametrallada
y babeo de lamentos,
¡¿quieres callarte!?
Se huele la sangre
en tus fauces insaciables.

De ti nada quiero.


Llovían vasijas de cobre,
¡llovían!
del carrito del triste buhonero.
¡Que alguien las coja,
que ruedan y ruedan!

Ahí va una -y la cogí-.
Con esto podemos comer.

Al buhonero pregunté,
pero no quiso saber nada.


Extasiado por su belleza
al roble me acerqué,
pidiendo amparo.
¡Tú, frondosa criatura!
El roble agitó sus ramas
y una bellota y un cuervo muerto
cayeron con estrépito a mis pies.

Torpemente se marchó,
balbuciendo sus miserias.


Llovían también zafiros
y redondas obsidianas,
del toldo blanco chorreaban.
Catorce niños se acercaron
y abrieron sus bocas.

¡Con esto podemos comer!
Y sonreían mientras tragaban.

Un joyero se asomó por su ventana.
Yo le pregunté,
pero no quiso saber nada.


Cuatro precandidatos
discutían sobre un estrado,
postulándose para morir,
postulándose para matar.

El primero besó a un erizo
que por allí hacía su penitencia.
El segundo chasqueó los nudillos
y defecó sobre aquél.
El tercero disparó en la nuca
a su propio jefe de campaña.
El cuarto me tiró un caramelo y sonrió.

¡Asco me das!

De ti nada quiero.


Había patatas viejas,
con bulbos nacientes
y la piel arrugada
y la piel ennegrecida
tiradas al fondo del callejón.

Había muchas patatas y yo cogí dos.

Pregunté al frutero de la esquina,
pero no quiso saber nada.

Había patatas nuevas,
lisas y bien redondas,
y la piel amarillita
y la piel brillante y bonita
en un enorme y limpio cajón.


Niño convertido en pedrería
de zafiros y obsidianas
consiguió alcanzar la autovía
y huyó a una ciudad lejana,
mas dos malhechores
le asaltaron en un desvío.

¡Con esto podemos comer!
Y devoraron hasta el último cristal.

Niño convertido en pedrería
de zafiros y obsidianas
no pudo seguir viviendo.
Su alma se licuó en llanto
sobre un meado de perro.

En el asfalto permaneció
inmóvil y mohíno,
y al tercer día se evaporó.


Una canción crepitaba
en rinconcillos vírgenes
de mi cabeza cándida.
Corrí a casa y la escribí.

En mi casa vivía un crítico,
en mi nevera vivía,
rodeado de fruta y verdura,
rodeado de filetes,
rodeado de yogures.

Le pregunté su opinión,
pero no quiso saber nada.

Lo saqué de la nevera
y lo metí en la despensa.
Le miré de mala gana.

¡Asco me das!