miércoles, 15 de septiembre de 2010

Otra de patos.

A ver, ‘Infierno de cobardes’. Si la ha visto, seguro que recordará la primera escena: Clint Eastwood atraviesa la calle principal -la única calle, realmente- del típico pueblo perdido de la mano de dios y desacostumbrado a los forasteros. Desacostumbrado a todo género de sorpresas, vaya. Lo hace sobre un caballo pardo, cabalgando con lentitud. A medida que avanza, la poca población de aquel pueblucho olvidado se asoma al umbral de sus casas observando el paso del jinete a lo largo de su calle. La gente lo mira con extrañeza. También con desconfianza, ¿vale? Todos se preguntan qué leches está haciendo ese tipo ahí, en aquel pueblo. ¡Pero atento! No se puede hablar de curiosidad. En la situación, en todo el conjunto de la situación, se advierte que la llegada inesperada del jinete está rodeada de algo que no merece la pena intentar comprender. Hay quien le sostiene la mirada desafiantemente. ‘Ojo con lo que hayas venido a hacer a nuestro pueblo, forastero’. Se ponen en guardia ante la premonición, intentando defender lo que son. Pero en el aire se siente que la visita va a tener una trascendencia, y que no queda más que esperar y aceptar. No se sabe qué clase de trascendencia tendrá la visita, pero desde luego, cuando el desconocido entra en escena, todos saben que su aparición no concluirá cuando éste cruce el pueblo de extremo a extremo y se pierda en la lejanía. Algo cambiará. Aunque sea un algo imperceptible. Y me abstengo de entrar en detalles, porque tampoco quiero reventarle el final de la película si es que no la conoce. La cosa es que la aparición anuncia un cambio. Quizá pequeño, eso no se sabe aún. Pero será un cambio profundo, no cabe duda. Profundo seguro que sí.

Pues bien, ahora hágase una idea. Le estoy hablando de un lugar en el que nunca pasa nada. O por lo menos, nada fuera de lo normal… considerando las rarezas de cada uno de los habituales parte de ‘lo normal’, ¿me explico? Un sitio tranquilo. Aún existen y no son pocos, créalo. Un lugar que puede llegar a emocionar por la ausencia de sobresaltos. Suspendido en una rutina pactada a la que puedes dar la espalda sin temor a que se te abalance por la espalda. Un sitio que ni crece, ni mengua, ni envejece, ni mucho menos rejuvenece. El mismo escenario y las mismas caras, o todo lo más, los nuevos hijos de las mismas caras. A ver, tampoco hace falta que me ponga poético, ¿no? Ya sabe por dónde voy… Pues allí estamos. Los de siempre, donde siempre, cuando siempre. Todo como siempre. Y de buenas a primeras, un hombre sentado en la plaza gira la cabeza y siguiendo su mirada, allí aparece: Ese pato blanco, pequeño, torpe y de expresión estúpida caminando a lo largo de la calle principal de nuestro lugar.

Ya le dije antes que esta historia tiene su parte de estúpida. Eso no se lo discuto. No pretendo que la encuentre interesante. Se la cuento porque, aunque el relato en sí pueda parecer una imbecilidad, si ahora mismo estoy yo aquí contándosela a usted, es porque tuvo su trascendencia. ¿Me dirá que no?

Déjeme seguir y no se haga preguntas inútiles. Es más, déjeme acabar. No intente darle demasiadas vueltas a lo que le estoy contando. No pretendo marearle. No entre a desmenuzar detalles sin importancia, ni intente encontrar aquí más de lo que de verdad hay. Y haber hay bien poco... Escúcheme. No le pido otra cosa.

Podría usted entretenerse en buscar explicaciones y hablarme de la migración de las aves, de animales perdidos del grupo e incluso de mascotas abandonadas en gasolineras si le viene en gana. Hábleme de cómo la casualidad mueve todo desde que el mundo es mundo y luego si quiere explíqueme que una casualidad no es más que una multitud de causales aparentemente inconexos convergiendo en un mismo punto, y que por lo tanto una casualidad no es más que una aparente casualidad. ¿Qué importaría todo eso? Yo le digo que en aquel lugar no se había visto un pato jamás. Créalo. Así de sencillo. No es que los tuviésemos prohibidos o que nos hubiésemos parado a analizar nuestra existencia para llegar a la conclusión de que la ausencia de patos en nuestro lugar constituyese parte de nuestra esencia o una razón de ser. Simplemente, aquel pato no debería haber estado ahí. Nada más.

En mitad de nuestra bien amada tranquilidad irrumpió un factor no sólo inesperado, sino completamente desubicado y fuera de lugar. El aspecto tonto y estúpido de aquel pato, carente de cualquier atisbo de majestuosidad o elegancia, volvía más grosera su aparición. Era tan inconveniente que aquel pato estuviese allí que incluso se veía despojado de lo que de gracioso y simpático pudiese tener. El bamboleo de su trasero, la torpeza de su trote, su girar la cabeza a un lado y al otro como saludando a los que nos encontrábamos estupefactos a ambos lados de la calle. Todo ello transmitía por inoportuno una siniestra arrogancia a pesar de lo inocente e inofensivo del animal.

El pato caminó por mitad de la calle principal y un grupo de hombres que fumaban en una esquina interrumpió su conversación al verlo pasar. Una mujer que tendía la ropa de su bebé recién lavada quedó paralizada en el momento exacto de cerrar una pinza sobre el cordel. Tras una ventana, una chica miró como si lo hiciese a través de una pantalla de cine, como si su realidad acabase al contacto con el cristal y desde allí comenzase entonces una escena distinta a la suya. Unos niños que allí jugaban recogieron guijarros del suelo y tensaron sus músculos haciendo piña al paso del pato. Se ponían en guardia como los pistoleros frente al forastero, advirtiendo de que si llegase a ser necesario utilizarían la fuerza para no ser arrastrados por el absurdo. Un gato aprovechó el momento de distracción para beber agua del vaso de su dueño. Una pareja se miró de reojo a una misma vez. El desconcierto recorrió el lugar de extremo a extremo, al mismo ritmo con el que el pato recorrió nuestra calle principal. Un señor situado en la línea que seguía el pato se hizo a un lado respetuosamente, abriéndole el paso y evitando entorpecerle la marcha. Y en el momento en el que el ave alcanzó el final del camino, todos sostuvimos la respiración un instante aguardando a ver si el pato de verdad abandonaría el pueblo o se detendría allí, permaneciendo en nuestro lugar como bandera de la locura, obligándonos a convivir con él, a cruzárnoslos cada mañana para recordarnos nada más comenzado el día que ya no éramos los mismos. El pato nos daría los buenos días con un graznido desentonado y con un escalofrío sentiríamos que aquella normalidad que un día pactamos y dimos por buena y segura no volverá jamás. La anomalía la corrompió y lo que es anómalo nunca podrá ser normal, de manera que nosotros nos veríamos avocados a vivir por siempre en una situación abierta al desorden. La absurda marcha del pato a lo largo de nuestro lugar simbolizaría entonces el funeral de lo establecido, de lo aparentemente sólido y fiable, de toda certeza.

Pero el pato continuó su marcha. Abandonó nuestro lugar y lo vimos alejarse dejándonos con el miedo en el cuerpo a que en cualquier momento se diese la vuelta arrepentido y lo viésemos regresar con nosotros para pedirnos un asilo que nunca podríamos evitar darle.

Ese temor fue apaciguándose en los días posteriores. Poco a poco, lo cotidiano volvió a tomar las riendas de nuestra existencia con su promesa de que todos estaríamos a salvo bajo su protección. Nos olvidamos de aquel episodio, o quisimos olvidarnos, refugiándonos en la idea de que lo ocurrido no había tenido importancia. Entre nosotros nunca hablamos de aquello, ¿sabe? No sé a ciencia cierta si el resto de la gente allí le da a la anécdota la importancia que le doy yo, pero aquí me tiene hablándole de un pato como si se tratase de Jesucristo. Mire, mejor que lo dejemos aquí. Le dije que no quería marearlo y ya he faltado demasiado a mi palabra. Al fin y al cabo, sólo se trataba de un pato y dios sabe dónde andará el jodido a estas alturas. Con perdón… Si quisiese volver, seguro que lo tendría bien complicado. Seguro seguro, ¿que no?

sábado, 4 de septiembre de 2010

El rito.

Una vez, dos veces, tres veces. Ese conejo no sabe que estoy aquí. El viento en contra, los ruidos son confusos, el Sol más alto, el calor aturde. Sabe que algo diferente ocurre. Sobre las señales lo sabe.

...

Me regalaron una brillante e inoxidable navaja suiza. La blandía con orgullo frente al vientre hinchado. La piel se abría, sin esfuerzo, como el plástico de las bandejas de carne. Luego la desnudez, la vergüenza bajo el vestido. Un corte más y la inmundicia escapa del escondite. Cavidad oculta por fea, por maloliente. Un tirón y vuelve al suelo. Pureza. Placer, orgullo, muerte. Esto nadie me lo enseñó. A veces, las más, se me olvida.