lunes, 11 de agosto de 2008

El juego.

Es el turno de Georges Perec. Jugar al 'veo veo' en el interior de un ascensor no es sencillo, y a pesar de la actitud relajada del escritor, un ligerísimo fruncir de ceño delata el esfuerzo analítico al que se está sometiendo. Manosea el llavero de su casa en el interior del bolsillo de la chaqueta produciendo un ruido rítmico de llaves que entrechocan. Frente a él, un niño pequeño con cara de aburrimiento espera una nueva ronda de juego mirando al bolsillo que se mueve a la altura de sus ojos. En una esquina de la cabina, visiblemente apartado del resto de la escena, un adolescente esmirriado mira al suelo con indiferencia mientras escucha música en su walkman. 'We're gonna kill the California girls'.

Llevan así casi un cuarto de hora y la estampa ha variado poco en ese tiempo. Ante el nerviosismo del pequeño al detenerse el ascensor a mitad de trayecto, Georges Perec propuso jugar al 'veo veo' y en ésas están. El primer turno fue para el niño y en un solo intento Perec averiguó que su atención se había detenido sobre 'la puerta'. La segunda ronda del juego y primera de mano del escritor se prolongó durante cuatro minutos y se cerró sin que el crío identificase debidamente el linóleo coloreado que reviste el suelo de la cabina. Su contrincante, que en un intento desesperado había dicho 'suelo' obviando que la cosa que buscaba empezaba por L, se disgustó y reprochó a Perec entre pataleos que él no sabía qué era eso del linóleo e insistió en que también él había acertado. Las malas pulgas del chiquillo cambiaron a estupefacción y luego a desinterés cuando Perec se arrancó a explicarle que el linóleo era un revestimiento impermeable para pavimentos hecho con tejido de yute impregnado en una mezcla de aceite de linaza y harina de corcho inventado hacia 1860 por el británico F. Walton, aunque ahora el término se use para designar cualquier revestimiento de pavimentos que se constituya de una tela impregnada de material plástico, como era el caso. El adolescente, hermano mayor del niño, respondió girando la cabeza cuando los otros dos lo miraron como preguntándole si quería servir él la tercera ronda. Viendo que el entusiasmo del pequeño disminuía visiblemente, Georges Perec intentó darle emoción al segundo juego del niño acariciándose el mentón y resoplando durante un rato antes de decir ‘espejo’.

Ahora es el turno de Georges Perec, que observa con detenimiento cada centímetro del ascensor. En la escalera, los padres de los niños llaman de puerta en puerta pidiendo a sus vecinos una aguja de hacer ganchillo con la que abrir la puerta del ascensor. El pequeño bosteza. El adolescente rebobina y pulsa play. La luz halógena parpadea, y con un pequeño chasquido deja de funcionar. Se hace la oscuridad en la cabina del ascensor.

miércoles, 30 de abril de 2008

Raíces, nostalgias. Cercanas, insalvables, distancias.



Todo el mundo huye un poco
hacia adelante y hacia atrás.
Es un baile tan secillo
que se baila sin pensar.
¡Hacia arriba las pestañas,
hacia arriba el pantalón!
Puede resultar frustrante
y malo para el corazón.

Nombre.
Origen.
Destino.
Mirada.
Número.
Edad.
Soltera
o casada.
¡Oh mi amante,
oh mi amada!
No sé si quiero saber.

Billete sin ida,
billete sin vuelta.
Transportes flotantes
en una postal.
Ay, ay.
Duele un poco.
Como un masaje.
Como una herida más.

Qué sitio más bueno
para mirar.
Qué sitio más malo
para esperar.

lunes, 3 de marzo de 2008

Recortable

guión: Jose Carlos
ilustración: Álvaro


lunes, 25 de febrero de 2008

Indiferencia, ausencia. Bendita, maldita, cadencia.



¿Sería usted tan amable
de indicarme la salida?
Siento tener que decirle
que no tiene alternativa:
Vaya recto
no lo piense
nunca mire atrás.
No haga caso
de las luces
de los ruidos
de la alarma
vaya recto
no lo piense más.

Qué bonito el mar,
¿y dónde está el amor?
¿Aquí, allí o ahí?
Me da igual,
me da igual.
...
Qué bonito el mar,
qué bonito el mar.

Antes de dormir
siempre
pienso en ti.
Pero en la oscuridad
no
se ve ná.
Mulata, sonríeme.
Chinita, sonríeme.
Brasileña, alemana,
sevillana, sonríeme.
Canadiense, francesa,
muniquesa, sonríeme.

Aquí me quedé parado
en la cuneta,
como si fuera una cuna
pero estrecha.
Duerme el viento,
pega el sol
en mi cabeza.
Apago el ventilador
y abro la puerta.
Ayayayayay en mi ranchera
ayayayayay todos cabemos.
Ayayayayay en mi ranchera
ayayayayay todos cabemos.

miércoles, 9 de enero de 2008

Las barreras de Jonás (IV)

De vuelta a casa, paró en un quiosco a comprar chicles rellenos. El cielo estaba casi totalmente encapotado; había una cierta humedad de Marzo en el ambiente, como la que tanto gusta a los senderistas al alba, y tanto estorba a los pilotos inexpertos. “He de apresurarme en llegar a casa”, pensaba Jonás, “o romperá a llover y se me estropeará la chaqueta”. Era una chaqueta imitación de piel de ante, un regalo de Reyes de sus padres allá por el 85. Su único valor era esta mediana antigüedad; a Jonás le infería un respeto por esto y no por su calidad, que era ínfima. Era la chaqueta que nadie compraría en un ropero de segunda mano. Andrés Montes se frotaría el trasero sobre ella, en una imagen que pone los pelos de punta.

- No tengo cambio -fueron las palabras del quiosquero al extenderle un billete de cincuenta-.

- Vaya…vuelvo en un momento, ¿dónde puedo cambiar? -repuso Jonás.

Y el hombre, un anciano arrugado y huraño que estaba sentado en alguna parte, le miró por encima de sus gafas minúsculas y extendió el brazo señalando un bar con muy mala cara en la otra esquina de la plaza. Tenía los dedos amarillos por la nicotina. Antes de dirigirse al bar, aún tuvo tiempo Jonás de estremecerse ante la imagen del decrépito anciano mojándose el dedo para pasar las hojas de un periódico que nadie debería leer ya, por muchas razones. No había tirado tres pasos cuando millones de voltios hicieron causa común, iluminando el cielo y acallando el ruido del tráfico. Llovía de una manera brutal, era una de esas tormentas que en el primer segundo ya te ha calado la espina dorsal, sin darte tiempo a apretarte las ropas al cuello. Jonás arrancó lo más rápido que pudo, cerrando los ojos ante los dolores en los tobillos, que a las primeras zancadas crujían evocando esguinces de una época mejor, donde existía la práctica del deporte. En pocos segundos Jonás llegó al bar, y casi saltó dentro de él.

Era un bar de barrio, típicamente sevillano. Azulejos a la altura del hombro, con arabescos verdes y azules sobre fondo rojo mate; mesas de madera hasta la puerta del baño, repletas de cerveza, que goteaba por todas partes. Los ceniceros pedían auxilio, la barra estaba atestada de gente, y bajo ellos toda una inmundicia que no sería amable ni considerado describir. A la entrada había un felpudo seco precediendo un charco con pisadas negras y algo de fango que provenía de alberos de algún callejón. Jonás aterrizó sobre este charco, resbalando y llegando casi a caer de bruces. Consiguió cambiar el ridículo total por uno parcial, aguantándose en equilibrio a treinta grados del suelo, sobre la mano izquierda, ésta dentro del charco. Cuando retomó la verticalidad, de su mano resbaló un asqueroso líquido gris y una colilla. Todos se reían como respuesta a un chascarrillo del camarero, que acto seguido despachó cinco cervezas rebosantes de espuma a velocidad de crucero, cada una de ellas acompañada de respectivos comentarios a cada uno de sus clientes, todos rayanos en la estrecha frontera que en Sevilla separa y une el compadreo y la chulería. Los chistes, de igualmente rápidos, eran ininteligibles, lo que en estos bares tiene un doble valor, porque te ríes aún sin saber muy bien por qué. Pararse a pensar en estos casos no es ni siquiera una opción.

Aprovechando el tumulto generado por su abrupta llegada, Jonás se escabulló al servicio, sintiéndose observado por unos ojos brillantes, que pertenecían a una persona con abrigo de cuero a tres cuartos, que estaba de espaldas y tenía pinta de no haberse reído tras aquella escena lamentable. Quizá no lo hubiera hecho en mucho tiempo. Sintió una punzada en el estómago, había algo en ese hombre que le resultaba familiar. Estaba tan alterado que tuvo que concentrarse un momento para darse cuenta de que llevaba treinta segundos girando el pomo de la puerta del baño de caballeros y ésta no se abría.

- Necesitará usted la llave, caballero –escuchó a sus espaldas, y al volverse vio al camarero, acusador, como diciendo: “Otro que no viene a consumir”. Aún así, le entregó la llave a Jonás, a la vez que miraba al que habría de ser cliente estrella y cómplice de bromas del bar, torciendo la boca y el ojo izquierdo con un movimiento de hombros instantáneo. El otro le acompañó en el gesto. Bajo sospecha, decían.

Dentro del pequeñísimo cuarto de baño, con la bombilla fundida colgante sobre el espejo y el lavabo en un lado, el orinal estaba enfrente, o quizás debajo. Jonás olió a mierda pura e infección de semanas. Pudo distinguir incluso varios azulejos literalmente pringados de excrementos; ésto ya fue demasiado para él, así que se decidió a entrar en el baño de señoras. Allí, aunque el espectáculo era también penoso y los olores dañinos, al menos quedaba algo de lavavajillas en un vaso de plástico, para lavarse las manos, y un rollo mojado de papel higiénico con algunos pliegues secos. Se tapó la nariz con una mano y sujetó el cipote con la otra, mosqueado con la extraña figura que había visto en la barra, y también con la obligación que tenía de pedir una birra para justificar su entrada en el bar.

Salió y el gesto inmediato fue pedir la cerveza. Cuando el camarero se la sirvió, con aire aliviado y casi cortés, Jonás tuvo que hacer un esfuerzo para no proponerle un aparte y evitar así sostener con él esta incómoda conversación:

- El servicio de caballeros da lástima; no hay luz, jabón, ni papel, y rebosa mierda hasta el espejo. Podrían preocuparse por limpiarlo, al menos, mensualmente.

- ¿Para qué? ¿Para que el día siguiente vuelvan los yonquis de la plaza y se caguen fuera? Esa gente no respeta… fíjese si no en los servicios del centro de salud de la esquina…están igual.

- Vamos…si esa gente es inofensiva.

Jonás pasaba muy a menudo por allí y conocía este ambiente, así que comprendió perfectamente que se podía ahorrar la conversación con el camarero. En efecto, la plaza donde se encontraba era habitual lugar de reunión de auténticas hordas de yonquis, algunos de ellos con sus cuerpos verdaderamente masacrados por la droga, y otros jóvenes que empezaban a sufrir las primeras consecuencias del fatal hábito. Sentía una cierta debilidad y simpatía por los yonquis; los veía como seres dignos de compasión, a los que según su punto de vista era la sociedad quien había despreciado y apartado del buen camino, el de la conducta impecable y la hipocresía que es un peso excesivo para las almas demasiado salvajes. En el fondo sabía que se engañaba miserablemente, pero su reacción inmediata ante ellos era ésta. Una vez llegó a llorar al ver a una chica joven, pequeña de cuerpo, con la sonrisa y el amanecer aún en sus ojos. Era bonita, y le gustó. Siempre que se cruzaban por la calle, iba acompañada por un tío mucho mayor o al menos mucho más castigado, y llevaba una botella de litro en la mano. La miraba fijamente y la tristeza le llenaba por completo cuando ella le devolvía la mirada con una mezcla de ansiedad e incredulidad; “¿Por qué me miras? Soy de otro mundo”, parecía decir. Pero sus harapos, sus mugrientas mejillas, su inocencia corrupta habían cautivado el corazón de Jonás. “Una belleza perdida. Pobre”, pensaba recordándole, y le invadió una especie de duelo por todas las vidas útiles, algunas geniales, tiradas a la basura sin remedio.

En medio de esta nube de melancolía que la tormenta bañaba, Jonás aún no había bebido ni la mitad de su cerveza cuando advirtió la ausencia de aquel extraño hombre. Había desaparecido del bar, y buscándole, intuyó su sombra saliendo de la plaza hacia una de las calles que en ella desembocan. Pagó la consumición, y sin ser muy dueño de sus actos salió corriendo tras él, absolutamente excitado y salpicándose de barro hasta las cejas.

martes, 8 de enero de 2008

Las barreras de Jonás (III)

Es un mundo complejo, inmenso. El ser humano, en el centro de todo ello. Un sinfín de entidades, relaciones, cadenas, causas y efectos, que el hombre ha aprendido a describir a lo largo de su historia.

Se puede describir y predecir la evolución del estado físico de las cosas. La trayectoria errática de un renacuajo sobre la superficie de un riachuelo también, si interesara. Procesos químicos, macroeconómicos; he llegado a leer predicciones de resultados deportivos en un campeonato según el análisis de equipos a mitad de temporada. Es absolutamente desolador; el auténtico placer de la existencia es lo insólito, lo imprevisto. No hay mayor diversión que la sorpresa.

¿Qué hacer ante la monotonía? Ir andando por la calle, encogerse en cuclillas y saltar alto, con todas tus fuerzas, de repente, es un placer que no se permite. El alma de la ciudad se asusta, tiembla. A veces vas andando, escuchando música, y te apetece gritar e incluso bailar; cuídate de hacerlo ante los ojos de ejecutivos, pandillas o cualquier transeúnte. La naturaleza es la libertad; puedes irte a la selva en busca de una vida sin normas absurdas, o resignarte al desprecio y soslayo públicos.

Es legítimo hacerlo, pero esa resignación es en sí misma una forma de ponerse por encima de los demás. Es un acto de prepotencia, un desprecio a la raza humana, a muchos siglos de represión con el objeto de la automatización humana, la normalización de las gentes. ¿Cómo podrían existir estas descripciones, predicciones y modelos, partiendo de seres cambiantes e imprevisibles? Es necesario e inevitable agrupar.

Hay unas categorías personales algo arbitrarias, que no siempre corresponden a la profesión de las personas, y por las que los demás les recuerdan: violadores y otros criminales, científicos, agentes de seguros, administradores, fumadores de porros, embaucadores…Se puede ser varias cosas a la vez, pero has de ser una de ellas ante todo. Aunque sea para constar en una estadística del tipo “Personas que viven de la imagen y fuman Ducados”.

Jonás, por ejemplo, es una persona que nunca participaría en un partido de “Famosos contra periodistas”. Tampoco sería un candidato a dar su opinión en un debate televisivo; para él sería vergonzante incluso el ser entrevistado a pie de calle por una reportera local, para algún programa de vodevil con la mínima audiencia. Iba por la calle a paso rápido, mirando al suelo para evitar el encuentro con unos ojos extraños, pero erguido, porque su madre se lo decía desde chico, y además es malo para la espalda, coño. Un espíritu danzante, un teatro ambulante al que la gente mira sorprendida. Abstraído en el recuerdo de aquella fiesta, sus gestos eran más expresivos y cambiantes que nunca; él no se daba cuenta. Sonreía relajado, y luego fruncía el ceño como el sabueso concentrado en su pesquisa, o reflejaba asco y extrañeza con el labio superior alzado y las aletas de la nariz dilatadas. En un solo segundo, pasaría por tres o cuatro categorías humanas identificables con pulsador de concurso, y también por otras inexistentes.

En esos momentos, ante todo, estaba entusiasmado con su nueva distracción y perplejo de sí mismo, haciendo caso omiso de todo su entorno. ¿Se puede ser más extravagante? Sí, y trabajo en ello.

Nadie sabe cómo, porque no lo hemos explicado, Jonás llegó a su oficina. Para no levantar más ampollas de las debidas en las personas rectas y amantes de la vida seria y el buen hacer, podríamos decir que su jornada laboral fue apasionante, el café de máquina sabroso y de delicado aroma, y sus encuentros de aquel día sumamente interesantes y divertidos, impregnados de profundos sentimientos humanos, con la sinceridad como protagonista.

Salió a las dos por la puerta de atrás. Porque le venía mejor.

lunes, 7 de enero de 2008

Las barreras de Jonás (II)

¿Y después?

Probablemente nada fuera de lo común. Algunos saludos excesivamente cariñosos, y otros decepcionantes por su frialdad. Cocktails, frutos secos, conversaciones sobre fútbol, música, arte e incluso algunos intercambios de frases embriagadas, apenas calificables, dignos de la peor película de Eddie Murphy.

Jonás, sentado en un taburete de mimbre en la cocina de su casa, se sumergía en un tedio que los débiles mordiscos a su tostada no podían distraer. Se preguntaba por qué...por qué nada, por qué sólo él, por qué el mundo gira y todos se mueven, por qué él no pasaba de ser un observador galileano ajeno a su entorno, una masa inerte en medio de la vida, del movimiento, de las acciones y reacciones del universo.

"Esto es ridículo", pensaba Jonás. "Estoy perdido", atravesaban estas palabras su corazón hasta la cabeza, y cerraba los ojos. "¿Por qué no tengo memoria? No hago absolutamente nada con mi vida. Algo se ha perdido en mí."

Jonás es un héroe impasible y sin memoria, que todo lo piensa y no recuerda nada. ¿Cómo se pone en práctica una teoría que no se recuerda? ¿Hay que querer recordar las cosas?

Jonás miraba por la ventana y se distraía con el trasiego fútil de la gente, con sus acciones predeterminadas al compás del mobiliario electrónico que decora las calles. Odiaba fervorosamente un semáforo recién instalado en la puerta de su casa. Siempre que iba al trabajo le esperaba el color verde para peatones. Cuando volvía a casa, sin embargo, era corriente que estuviera en rojo durante dos o tres minutos.

"Este jodido cacharro existe para hacer más fácil la vida de las gentes. ¿Por qué me parece que a mí me la complica? Putos autómatas...", se decía, y en su gesto se acentuaba el desinterés, como asumiendo lo absurdo de estas cuestiones antes aún de planteárselas.

"¿Qué es peor, no pensar nada y someterte a una espiral de actos irreflexivos, haciendo de tu vida una receta, o pensar en asuntos inútiles con respuestas carentes de acción, que no te llevan sino a la miseria y al desencanto?"

La divagación es la mayor pérdida de tiempo; Jonás jugaba al ratón y al gato con su propia inteligencia.

"De todos modos...", y la sensatez afloraba ligeramente en su interior, "el ejemplo del semáforo me vale sólo a medias. Sacrificar la vida a la iniciativa personal es una paradoja grotesca. Las computadoras son un objeto mucho más fácil de odiar, Asimov ya hablaba de los peligros de su uso generalizado por la raza humana, y eso es incuestionable. ¿Y los coches? Si no existieran, no habría semáforos. ¿O sí? Ya inventarían algo peor...La era de la tecnocracia está en pleno apogeo. ¡Es imposible imaginar algo peor!".

La confusión de Jonás alcanzaba ya límites l'hopitalianos. No en vano él era un ser absolutamente sumiso a las bondades de su criticado orden: el DVD y ordenador portátil eran su ojito derecho en casa, y trabajaba en una empresa consultora de software, siendo considerado en la misma un empleado serio, vaya, un trabajador de comportamiento intachable. Como no podía ser de otra forma, se reprochaba estas evidencias constantemente, pero quítele usted de renunciar a su empleo y menos aún a sus bagatelas digitales. La hipocresía es a veces inherente a la gente reflexiva, y así Jonás se sentía un despreciable hipócrita, indigno de la humanidad y de sus propias virtudes. La única idea que le distraía de esta contrición era la posibilidad de que cualquier intelectual del siglo veintiuno se sintiera igual. Esto le reconfortaba.

En medio de estas atribulaciones, sin saber muy bien por qué, a su mente habían acudido recuerdos del pasado: su primer baño en mercurio, el tercer gol de Señor, y algunas imágenes del nacimiento del universo - se apresuró a llamar al Instituto Europeo de Investigaciones Espaciales-.

Pero lo verdaderamente llamativo para él, puesto que en su egoísmo tan particular era incapaz de pensar en la trascendencia internacional del descubrimiento de las causas del Big-Bang, era el haber intuido pasajes de la última fiesta en casa de Lucy. ¿Por qué esto, de repente? ¿Qué pasó allí? Imposible discernir lo real del recuerdo, un velo traslúcido le ocultaba lo ocurrido. ¿Así fue? Superficial, ordinario, un mero entretenimiento. Una borrachera, sin más. Siendo así, ¿por qué desde ese preciso día se veía tan diferente, tan triste y abúlico? ¿Acaso la droga, variada y exquisita aquel día, había producido sobre él este efecto? Mientras sorbía cuidadosamente el café, pues no podía soportar los ruidos propios ni ajenos al beber, así era su delicadeza, se encendía un cigarrillo, entregándose a este nuevo pensamiento. Las anteriores reflexiones habían quedado, de momento, total y felizmente descartadas.

"Llevo dos meses sumido en el mayor dolor. No en un dolor caústico, pasional; es un dolor romántico, extraño, lejano. Un dolor como de antaño, no es mío. En el trabajo todo funciona, incluso el otro día me insinuaron un cambio con buenas expectativas de futuro. Pero la melancolía me ha invadido casi por completo desde aquel día, y no sé muy bien por qué. Soy incapaz de producir algo positivo, no tengo motivaciones..."

Respiraba hondo mientras cogía la chaqueta, el móvil y la cartera. "Con suerte llego a tiempo". Iba al trabajo. Tomando el ascensor seguía preguntándose: "¿Por qué tengo pinta de no haberme leído la última novela de Jorge Bucay?".

"Está claro que yo, hastiado de la vida, como drogado en mis ebulliciones, de repente he sentido un chasquido en la mente. Al recordar esta fiesta aparentemente aséptica, de la que mi impresión era que salí huyendo, algo me ha turbado. Estoy nervioso, es una extraña sensación...Ojalá pronto me encuentre con Lucy, tengo que transmitirle esto. Pero, después de tanto tiempo, ¿qué le diré? Pensará que estoy loco...aunque esto tampoco ha de extrañarle, pues ya me conoce bien".

Sonrió, con una risa extrañada de sí misma y los ojos brillantes de excitación, y al abrirse la puerta del ascensor enfiló el vestíbulo del edificio y atravesó la avenida. Ausente, no advirtió que el semáforo estaba en rojo para peatones.

Por suerte, la torpeza de Jonás no impidió que cruzara la avenida de una pieza, pasando por delante de la casa de Lucy. ¿Qué sería si no de esta extraña historia y de ti, apasionado lector, con un final así? ¿Quizás una película francesa de nueva tendencia? ¿Una tenebrosa alegoría plagada de claros símbolos sugeridos por algún crítico cool?

O eso, o nada. El sinsentido de un relato sin argumento.