lunes, 17 de septiembre de 2007

el misterio de las piedrecitas asesinas

Alrededor de las seis de la tarde llegó a la playa. El verano se estaba acabando y había poca gente, de hecho no había casi nadie. Era una playa de piedrecitas. No tenía arena, sólo piedrecitas de todos los colores que se hacían más pequeñas a medida que te acercabas a la orilla. No pinchaban al andar porque estaban redondeadas por la erosión. El mar estaba más oscuro de la cuenta y bastante revuelto. Aun así reunió el valor sufiente para bañarse. No sabía porqué pero el miedo que le provocaban las olas le hacía disfrutar. Sí sabía que estaba cometiendo una gilipollez. La fuerte resaca podía atraparlo. Estaba a merced de la corriente y no le escucharían pedir ayuda, pero una extraña sensación de libertad le impedía razonar. Al final consiguió salir del agua sin esforzarse demasiado y se sentó sobre las piedrecitas para secarse. Se quedó absorto mirándolas. En su opinión, los colores predominantes hacían juego y el conjunto formaba un bonito mosaico. Cogió un pellizco, lo puso sobre la palma de la otra mano y contó cuántas había. Ciento ocho piedrecitas. Sin tirar las ya contadas echó nueve pellizcos más como el primero sobre la palma. Pensó que más o menos había mil piedrecitas en su mano. Se dió cuenta de que todavía le cabían otras tantas. Levantó la cabeza y miró a su alrededor. Y se mareó. Entorno suya empezaron a amontonarse piedrecitas. Se sentía agobiado y quería levantarse, pero no podía. Sus piernas estaban ya enterradas y pronto lo estaría su cintura. El miedo le subía por la espalda hasta llegar a la punta de los pelos de la cabeza, allí salía en forma de sudor frío. Con este miedo no disfrutaba. Las piedrecitas le llegaban ya al cuello y el pánico le impedía gritar para pedir ayuda. Finalmente, quedó sepultado por completo y, pese a su insignificancia, o quién sabe, debido a ella, se convirtió en una víctima más del tiempo y la inmensidad.