martes, 8 de mayo de 2007

Espeleología

Agarra firme el tirador, atrae la compuerta derecha con esa mano, y con la zurda empuja. Casi nos caemos...Eres valiente, pero atolondrada. A ver si viene Guillermo a arreglar esto, joder. Cuidado con la alfombra, esos diabólicos hilillos pueden ser fatales a poco que te enredes. Das algo de luz con un fósforo barato. Dos. Tres. ¡Coña! Aaahí estamos. Las dos últimas pestañas arden al momento, qué olor tan desagradable y qué infinita torpeza, una vez más, y aumentan de diámetro tus pupilas, con esfuerzo. Casi te deslumbras, pero sigues sin ver un cipote. Se trataba de un claro farol.

Segura de estar, al menos, jugándotela un poco te inclinas, con las manos a modo de parachoques, y topas con la mesita de noche. ¡Uuhhh, tierra a la vista! Situémonos, un poco de sosiego...Años y años después, aún prácticamente ciega, sigues siendo incapaz de mecanizar tus movimientos por mucho que lo necesites. ¡Es una puta cuestión de supervivencia, diablos!

Ahora, María, no se trata de partirte el espinazo currándote el guiso ese tan original de bacalao con garbanzos del que Irene, la del almacén, te hablaba con el orgullo propio de quien se sabe artista; esta tarea, por ardua y evitable, desembocará seguramente en algún bar de la calle Feria. Tampoco se trata de divagar sobre viejos y nuevos libros con Agustín, el vagabundo yonqui del callejón del mercado. Sólo hablamos de un mísero paseo por tu habitación. Pero claro, me vienes aquí prácticamente impedida como estás, y además hecha una borrachuza, apestando brutalmente a bourbon y sumida en un extático frenesí tras la disquisición sobre jazz que se ha desatado esta noche entre tus camaradas, en Plaza de San Marcos.

Pobres decadentes, estarán ahora pasando las de Cristo, al igual que yo. De todos modos, mañana no me puedo olvidar de escuchar ese disquito de Duke Ellington. Con tanto afán de mantener el espíritu de vanguardia, a veces se olvida una de los grandes clásicos...
Un par de pasos y llegamos. Apóyate en la mesilla, arrastra los pies y al notar el frío del edredón, te dejas caer a lo trapo. Perfecto.

Qué bien se está aquí, Dios mío. Todavía admitiría hasta un traguito más. A ver aquí en el cajón...Qué mierda. En fin, lo que queda es deleitarme con estas últimas gotitas de Jim Bean ¡Ese sabor afrutado! ¡Ese aroma a vieja cabaña sureña! Mi cama, barquilla entre maderas crujientes, me mece rítmicamente, y parece que abandona el piso, portándome a mí y también a una grotesca troupe de pelusas en rebelión con restos de comida poco identificables -algunos, demasiado aceitosos-. Muchas se han pegado a la sábana, estirándose, formando cortina hasta el suelo, y mañana te arrepentirás de este viaje.

Aunque rápidamente sonreirás, e inevitablemente volverás a las andadas...