miércoles, 9 de enero de 2008

Las barreras de Jonás (IV)

De vuelta a casa, paró en un quiosco a comprar chicles rellenos. El cielo estaba casi totalmente encapotado; había una cierta humedad de Marzo en el ambiente, como la que tanto gusta a los senderistas al alba, y tanto estorba a los pilotos inexpertos. “He de apresurarme en llegar a casa”, pensaba Jonás, “o romperá a llover y se me estropeará la chaqueta”. Era una chaqueta imitación de piel de ante, un regalo de Reyes de sus padres allá por el 85. Su único valor era esta mediana antigüedad; a Jonás le infería un respeto por esto y no por su calidad, que era ínfima. Era la chaqueta que nadie compraría en un ropero de segunda mano. Andrés Montes se frotaría el trasero sobre ella, en una imagen que pone los pelos de punta.

- No tengo cambio -fueron las palabras del quiosquero al extenderle un billete de cincuenta-.

- Vaya…vuelvo en un momento, ¿dónde puedo cambiar? -repuso Jonás.

Y el hombre, un anciano arrugado y huraño que estaba sentado en alguna parte, le miró por encima de sus gafas minúsculas y extendió el brazo señalando un bar con muy mala cara en la otra esquina de la plaza. Tenía los dedos amarillos por la nicotina. Antes de dirigirse al bar, aún tuvo tiempo Jonás de estremecerse ante la imagen del decrépito anciano mojándose el dedo para pasar las hojas de un periódico que nadie debería leer ya, por muchas razones. No había tirado tres pasos cuando millones de voltios hicieron causa común, iluminando el cielo y acallando el ruido del tráfico. Llovía de una manera brutal, era una de esas tormentas que en el primer segundo ya te ha calado la espina dorsal, sin darte tiempo a apretarte las ropas al cuello. Jonás arrancó lo más rápido que pudo, cerrando los ojos ante los dolores en los tobillos, que a las primeras zancadas crujían evocando esguinces de una época mejor, donde existía la práctica del deporte. En pocos segundos Jonás llegó al bar, y casi saltó dentro de él.

Era un bar de barrio, típicamente sevillano. Azulejos a la altura del hombro, con arabescos verdes y azules sobre fondo rojo mate; mesas de madera hasta la puerta del baño, repletas de cerveza, que goteaba por todas partes. Los ceniceros pedían auxilio, la barra estaba atestada de gente, y bajo ellos toda una inmundicia que no sería amable ni considerado describir. A la entrada había un felpudo seco precediendo un charco con pisadas negras y algo de fango que provenía de alberos de algún callejón. Jonás aterrizó sobre este charco, resbalando y llegando casi a caer de bruces. Consiguió cambiar el ridículo total por uno parcial, aguantándose en equilibrio a treinta grados del suelo, sobre la mano izquierda, ésta dentro del charco. Cuando retomó la verticalidad, de su mano resbaló un asqueroso líquido gris y una colilla. Todos se reían como respuesta a un chascarrillo del camarero, que acto seguido despachó cinco cervezas rebosantes de espuma a velocidad de crucero, cada una de ellas acompañada de respectivos comentarios a cada uno de sus clientes, todos rayanos en la estrecha frontera que en Sevilla separa y une el compadreo y la chulería. Los chistes, de igualmente rápidos, eran ininteligibles, lo que en estos bares tiene un doble valor, porque te ríes aún sin saber muy bien por qué. Pararse a pensar en estos casos no es ni siquiera una opción.

Aprovechando el tumulto generado por su abrupta llegada, Jonás se escabulló al servicio, sintiéndose observado por unos ojos brillantes, que pertenecían a una persona con abrigo de cuero a tres cuartos, que estaba de espaldas y tenía pinta de no haberse reído tras aquella escena lamentable. Quizá no lo hubiera hecho en mucho tiempo. Sintió una punzada en el estómago, había algo en ese hombre que le resultaba familiar. Estaba tan alterado que tuvo que concentrarse un momento para darse cuenta de que llevaba treinta segundos girando el pomo de la puerta del baño de caballeros y ésta no se abría.

- Necesitará usted la llave, caballero –escuchó a sus espaldas, y al volverse vio al camarero, acusador, como diciendo: “Otro que no viene a consumir”. Aún así, le entregó la llave a Jonás, a la vez que miraba al que habría de ser cliente estrella y cómplice de bromas del bar, torciendo la boca y el ojo izquierdo con un movimiento de hombros instantáneo. El otro le acompañó en el gesto. Bajo sospecha, decían.

Dentro del pequeñísimo cuarto de baño, con la bombilla fundida colgante sobre el espejo y el lavabo en un lado, el orinal estaba enfrente, o quizás debajo. Jonás olió a mierda pura e infección de semanas. Pudo distinguir incluso varios azulejos literalmente pringados de excrementos; ésto ya fue demasiado para él, así que se decidió a entrar en el baño de señoras. Allí, aunque el espectáculo era también penoso y los olores dañinos, al menos quedaba algo de lavavajillas en un vaso de plástico, para lavarse las manos, y un rollo mojado de papel higiénico con algunos pliegues secos. Se tapó la nariz con una mano y sujetó el cipote con la otra, mosqueado con la extraña figura que había visto en la barra, y también con la obligación que tenía de pedir una birra para justificar su entrada en el bar.

Salió y el gesto inmediato fue pedir la cerveza. Cuando el camarero se la sirvió, con aire aliviado y casi cortés, Jonás tuvo que hacer un esfuerzo para no proponerle un aparte y evitar así sostener con él esta incómoda conversación:

- El servicio de caballeros da lástima; no hay luz, jabón, ni papel, y rebosa mierda hasta el espejo. Podrían preocuparse por limpiarlo, al menos, mensualmente.

- ¿Para qué? ¿Para que el día siguiente vuelvan los yonquis de la plaza y se caguen fuera? Esa gente no respeta… fíjese si no en los servicios del centro de salud de la esquina…están igual.

- Vamos…si esa gente es inofensiva.

Jonás pasaba muy a menudo por allí y conocía este ambiente, así que comprendió perfectamente que se podía ahorrar la conversación con el camarero. En efecto, la plaza donde se encontraba era habitual lugar de reunión de auténticas hordas de yonquis, algunos de ellos con sus cuerpos verdaderamente masacrados por la droga, y otros jóvenes que empezaban a sufrir las primeras consecuencias del fatal hábito. Sentía una cierta debilidad y simpatía por los yonquis; los veía como seres dignos de compasión, a los que según su punto de vista era la sociedad quien había despreciado y apartado del buen camino, el de la conducta impecable y la hipocresía que es un peso excesivo para las almas demasiado salvajes. En el fondo sabía que se engañaba miserablemente, pero su reacción inmediata ante ellos era ésta. Una vez llegó a llorar al ver a una chica joven, pequeña de cuerpo, con la sonrisa y el amanecer aún en sus ojos. Era bonita, y le gustó. Siempre que se cruzaban por la calle, iba acompañada por un tío mucho mayor o al menos mucho más castigado, y llevaba una botella de litro en la mano. La miraba fijamente y la tristeza le llenaba por completo cuando ella le devolvía la mirada con una mezcla de ansiedad e incredulidad; “¿Por qué me miras? Soy de otro mundo”, parecía decir. Pero sus harapos, sus mugrientas mejillas, su inocencia corrupta habían cautivado el corazón de Jonás. “Una belleza perdida. Pobre”, pensaba recordándole, y le invadió una especie de duelo por todas las vidas útiles, algunas geniales, tiradas a la basura sin remedio.

En medio de esta nube de melancolía que la tormenta bañaba, Jonás aún no había bebido ni la mitad de su cerveza cuando advirtió la ausencia de aquel extraño hombre. Había desaparecido del bar, y buscándole, intuyó su sombra saliendo de la plaza hacia una de las calles que en ella desembocan. Pagó la consumición, y sin ser muy dueño de sus actos salió corriendo tras él, absolutamente excitado y salpicándose de barro hasta las cejas.