martes, 2 de febrero de 2010

Greguerías de los no encontrados

Perro, perro, perro negro,
de sonrisa ametrallada
y babeo de lamentos,
¡¿quieres callarte!?
Se huele la sangre
en tus fauces insaciables.

De ti nada quiero.


Llovían vasijas de cobre,
¡llovían!
del carrito del triste buhonero.
¡Que alguien las coja,
que ruedan y ruedan!

Ahí va una -y la cogí-.
Con esto podemos comer.

Al buhonero pregunté,
pero no quiso saber nada.


Extasiado por su belleza
al roble me acerqué,
pidiendo amparo.
¡Tú, frondosa criatura!
El roble agitó sus ramas
y una bellota y un cuervo muerto
cayeron con estrépito a mis pies.

Torpemente se marchó,
balbuciendo sus miserias.


Llovían también zafiros
y redondas obsidianas,
del toldo blanco chorreaban.
Catorce niños se acercaron
y abrieron sus bocas.

¡Con esto podemos comer!
Y sonreían mientras tragaban.

Un joyero se asomó por su ventana.
Yo le pregunté,
pero no quiso saber nada.


Cuatro precandidatos
discutían sobre un estrado,
postulándose para morir,
postulándose para matar.

El primero besó a un erizo
que por allí hacía su penitencia.
El segundo chasqueó los nudillos
y defecó sobre aquél.
El tercero disparó en la nuca
a su propio jefe de campaña.
El cuarto me tiró un caramelo y sonrió.

¡Asco me das!

De ti nada quiero.


Había patatas viejas,
con bulbos nacientes
y la piel arrugada
y la piel ennegrecida
tiradas al fondo del callejón.

Había muchas patatas y yo cogí dos.

Pregunté al frutero de la esquina,
pero no quiso saber nada.

Había patatas nuevas,
lisas y bien redondas,
y la piel amarillita
y la piel brillante y bonita
en un enorme y limpio cajón.


Niño convertido en pedrería
de zafiros y obsidianas
consiguió alcanzar la autovía
y huyó a una ciudad lejana,
mas dos malhechores
le asaltaron en un desvío.

¡Con esto podemos comer!
Y devoraron hasta el último cristal.

Niño convertido en pedrería
de zafiros y obsidianas
no pudo seguir viviendo.
Su alma se licuó en llanto
sobre un meado de perro.

En el asfalto permaneció
inmóvil y mohíno,
y al tercer día se evaporó.


Una canción crepitaba
en rinconcillos vírgenes
de mi cabeza cándida.
Corrí a casa y la escribí.

En mi casa vivía un crítico,
en mi nevera vivía,
rodeado de fruta y verdura,
rodeado de filetes,
rodeado de yogures.

Le pregunté su opinión,
pero no quiso saber nada.

Lo saqué de la nevera
y lo metí en la despensa.
Le miré de mala gana.

¡Asco me das!